Los últimos kilómetros por Grecia transcurren entre señales preventivas
sobre osos en la calzada y paradas para entrar en calor. Conduzco por el
corazón de las montañas de Moravia.
Estoy preocupado y pregunto varias veces por el estado de la
carretera, la última vez, a una patrulla de la policía que solicita pasaportes
en el primer cruce que hay en la carretera que llega desde Albania. Me
confirman que todo está limpio. Me tranquilizan, con una experiencia Kastania
me basta.
En la aduana el papeleo es sencillo y rápido. Sonrisas de
sorpresa y deseos de buena ruta. Tres bajo cero a las dos de la tarde.
Y primer susto, como para darse la vuelta. Paso el control
griego y cuando entro en tierra de nadie resulta que está helado. ¡Glups!
Avanzo hasta el puesto albanés pensando que igual me doy la
vuelta nada más entrar en el país. Afortunadamente el terreno es llano, solo
tengo que tener cuidado con algunas rodadas que pliegan un poco el hielo.
La zona de los controles está a la sombra de la montaña, y
me obligo a dispersar la que genera mi mente avanzando por una pequeña recta helada
de doscientos o trescientos metros. Está flanqueada por camiones dispares, y en
las cunetas por pequeños camionetos-cantinas de los que salen aromas que me
evocan calor, ya sea en forma de comida o bebida. Al final una rotonda que
determinará mi ruta, adentrándome en el país o regresando de una de las visitas
más cortas del viaje.
Varias personas vestidas como en los años setenta españoles
remolonean por la avenida y me convierten en el protagonista de un desfile
singular. No les debe impresionar mucho que la pasarela sea de hielo; a mi sí.
La suerte está de mi lado. La pista de patinaje termina en la
rotonda que está prácticamente limpia, y
entonces es como entrar en el libro de “La casa de los espíritus”.
Nívea.
Blanca.
Alba.
Albania.
Me dirijo hacia Korçe a unos treinta kilómetros. Paso los
primeros bunkers, un modelo de señales propio que se extiende por todo el país,
y a los que extrañamente te acostumbras pronto, supongo que por el halo de
irrealidad que los acompaña en nuestros tiempos. Pero no ha mucho, debían ser
estremecedores, como la temperatura, que empieza a bajar, y eso que apenas conduzco
a sesenta por los arcenes.
De momento hay un par de fotos que se me han escapado de la
cámara y solo tengo en la mente, y casan muy bien. Una es evidentemente sobre los
búnkers, y la otra, las señales de velocidad en Alemania en las que aparecen tanques
La carretera está limpia pero cuando llego a la ciudad las
calles laterales que parten de la vía principal están heladas. Encuentro un
hotel sencillo, y más en mi línea, detrás de otro evidentemente destinado al
turismo extranjero.
Pero el sitio es agradable. Buen trato, una decoración retro
bien llevada, y me sorprenden con internet en las habitaciones, eso sí, por
cable, nada de wi-fi.
Al fondo la catedral |
Me ofrecen un patio interior para la moto que compartirá con
el generador de emergencia, aunque aquí es mas bien de asistencia, porque
todavía sufren apagones ocasionales. Tengo que llevarla por un callejón con el
piso congelado unos metros, pero ya casi me he acostumbrado. Al tiempo que
avanzo me repito que no debo confiarme. Esa cantinela “de no te fíes” me la
repito muy a menudo, aunque no lo parezca, y ¡vaya si me ha ayudado!
Hacemos más negra la hoja de registro y el cielo nos imita,
o viceversa. No puedo evitar dar un paseo por la ciudad, y patinar de tanto en
“tonto”. La ciudad está poco iluminada, de las casas tampoco llega mucha
iluminación. Por un fugaz momento las tomo por casas viejas y abandonadas, o
por terminar de edificar, pero es la herencia de un comunismo no muy bien
entendido. Cuanto más curioso porque Hoxha trabajó aquí como profesor a la
vuelta de su participación en las Brigadas Internacionales en España.
Los automóviles tampoco ayudan mucho, unos ahorran en luz,
otros en bombillas de recambio. Tampoco quiero dar una mala impresión. Se ven
luces y mercados de navidad y gente por la calle más o menos animada, con este
frio no se debe pedir más.
Escuela |
He visto un par de inmuebles un poco diferentes y me digo
que por la mañana les haré alguna foto. Uno es una iglesia bastante moderna,
que resulta ser la catedral más grande del estado; otro es el museo de las
letras, que fue la primera escuela reconocida cuando el país se estableció como
Albania; y finalmente, alguna villa neoclásica.
Al día siguiente, tras las fotos, y conocidas las
inclemencias, decido acercarme a la costa tan pronto como me sea factible, pero
evitando en lo posible los puertos de montaña.
Mis pasos, podría decirse, ya que circulo a cincuenta por el
arcén para no congelarme muy deprisa, me guían hasta un lago idílico.
Parece que la pesca es buena y abundante. La carretera está
flanqueada por vendedores de pescado, algunos mantienen las piezas más grandes
vivas dentro de peceras, las más pequeñas, del tamaño de bocartes o sardinas,
están estuchados en bolsas de plástico con forma de huso.
Estas jornadas me da mucha pereza parar para hacer fotos o
videos. Cada vez que me pongo en marcha debo “acorazarme” sin dejar resquicios
en los guantes, el pasamontañas, la bufanda, las botas… en ocasiones, basta que
cambie un poco la posición en la moto para que tenga que reajustar alguna parte
de la indumentaria.
Los puños calefactados están al máximo, pero las manos
terminan por enfriarse hasta que molestan, los pies se solidarizan, y entonces hago
una parada, bebo algo caliente, doy un
par de carreras, empujo la moto unos metros, en definitiva, genero calorías que
en breve se dispersarán poco a poco. Pero mientras están conmigo ¡qué gustito!
Las dos caras de la fortuna se presentan casi al unísono. Estoy
por llegar a la costa cuando el puño del acelerador empieza a trabajar en vacío.
Pienso que me he cargado el pegamento con tanto calor interno y que patina la
goma. Me detengo y compruebo que es el cable del acelerador: roto.
Aprovecho la inercia para detenerme en una de las cantinas
mimetizadas en camionetas. Siempre están en apartaderos amplios o cruces. Esta
en concreto también ofrece naranjas además de bebidas y bocadillos y alguna
golosina. Es un negocio que no abunda en España, pero en los países ribereños
del Egeo y el Adriático son muy habituales. Recurro a ellas para recargar mi
calefacción a base de café o te, y alguna vez algún bocadillo caliente.
Creo que en este viaje habré tomado tanto café como en el
resto de mi vida. Algunas noches a la hora de dormir noto que estoy demasiado
lúcido para lo cansado que me siento.
Algo parecido me pasa con el té, después de una dosis me
sorprendo cantando en el casco, más eufórico de lo “normal”. Sin embargo a la
hora de “planchar” lo noto menos, y eso que el principio activo tiene el mismo
origen en una metilxantina.
Todas estas disquisiciones no me van a reparar el cable, así
que manos a la obra.
Lo primero comprobar si se trata de uno, o los dos cables
del acelerador. Desmonto el puño y afortunadamente solo es uno: el que tira. Está
completamente oxidado por el medio, justo por donde se ha roto.
De nuevo es mi primera vez.
No encuentro la forma de acceder al otro extremo del cable
salvo desmontado el depósito. Menuda tarea. Son las tres y media, en una hora y
media se hará de noche, no hay tiempo que perder.
El hombre de la cantina me pregunta si está todo bien si
tengo problemas. Habla esencialmente en alemán, pero conoce algunas palabras en
italiano, le pongo al corriente de la situación y me deja entender que si
necesito algo, que lo pida.
Manos a la obra. Lo primero desmontar el caracol por
completo. Quitar los paneles laterales, los frontales parcialmente, fuera el
depósito, y finalmente llegar al carburador. El lugar del anclaje no es muy accesible,
sacar el otro extremo del cable es relativamente fácil, pero para volver a
encajarlo me va a dar la risa.
Eduart |
Mientras estoy en la faena llega el hijo del cantinero,
Eduart. Habla italiano y volvemos a repasar la situación.
Solo tengo un cable con la cabeza del extremo del tamaño
adecuado, pero está un poco deshilachado en la punta. El padre de Eduart se
ofrece para cortarlo de modo que entre mejor por el macarrón y luego en el
bloqueo. Mi alicate no es capaz de cortarlo.
A partir de ahora el padre será relevado por el hijo, que no
se apartará de mi lado y me ayudará en todo lo que pueda, incluida la
conversación.
La cabezuela del cable la dejo para el puño, y en el otro
extremo pondré la presilla, pero incluso quitando el cable del aire el acceso
es complicado. El tiempo va pasando. Viene un amigo de Eduart que sabe hablar en inglés y hacemos una pausa
para tomar un café. La conversación es a tres bandas, una torreta de babel, apenas
un poste. Entre ellos hablan en albanés y conmigo uno en italiano y el otro en
inglés, y después de cada comentario hay que hacer una traducción a alguno de
los otros. Está oscureciendo y tras el café aparece “mi ayudante” con una lámpara de mano
que nos ayudará mucho en adelante.
El cable es bastante justo y no soy capaz de enhebrar la
presa en el angosto espacio que hay en el carburador.
Nos turnamos en el intento, pero llegó la hora de cambiar la
estrategia: cambio el sentido del cable, consigo introducir el botón en su
sitio, pero ahora tengo un problema en el puño. Tras poner la presilla, no sin
dificultad, resulta que es grande para la pieza del puño y no entra.
Perdición.
¡Pero un momento! Recuerdo que tenía una pequeña en algún
sitio. Tic tac tic tac (musiquita del un
dos tres), y ¡bingo! Al salir de Éfeso en Turquía volví a romper el cable del
embrague y puse la presilla pequeña porque fue la primera que encontré. Si no
os lo conté en su momento es porque lo cambié en apenas quince minutos, y ya no
me parece reseñable. También tuve que ajustarlo al salir la primera vez de
Estambul.
Vistas desde Cabo Rodonit |
A cambiar una por otra y volver a reglar el embrague, unos
minutos más en la tarifa. Pero no es el único problema, sobra como un
centímetro de cable y hay que cortarlo porque no deja montar la maneta.
Eduart comprende la situación, y se dirige a la casa que hay
al lado, resulta que es la suya. Vuelve con una radial pequeña con un disco que
pide la jubilación, pero dudo que se la den tan pronto.
El padre me dice que no me preocupe, si no somos capaces de
solucionarlo tiene sitio en la casa para mi. Alucinante, se para un vagabundo en
apuros delante de su casa y tras un rato le ofrece una cama.
Seguimos con la faena y cortamos el cable, pero sigue sin
encajar la maneta. Estudiando la situación detenidamente compruebo que la
cabeza del tornillo de la presa es lo que impide armar el mecanismo. De nuevo
la radial. Pero antes acciono el sistema. Después de cortar el tornillo no hay
vuelta atrás. Si algo fallara no tengo ni más cables que me valgan, ni más
presillas pequeñas. En mi paranoia opto por conectar el depósito y arrancar la
moto para comprobar que el recorrido es correcto y que todo va bien.
Amputamos.
Y voilá. Restañamos las heridas y ponemos todos los
vendajes, añado las férulas del equipaje y listo.
Gracias a Eduart (y no al tres en uno) todo vuelve a
funcionar. Pero como tantas veces, no acaba aquí. Me regala unas naranjas y no
me deja pagar ni el café. Un tipo que trabaja cinco días como policía de
carretera, los otros dos va a la escuela, y en su rato libre ayuda en casa o la
cantina, una familia que me ofrece fonda, café, naranjas, herramienta,
conversación…
No os hagáis los remolones, aplausos por favor.
Esta noche duermo en Peqin, y las circunstancias hacen que
por la próxima noche termine cruzando a Montenegro en medio de la lluvia.
Cuidense,
Marne
Pues sí, aplausos y mas aplausos, a veces, según donde mires, parece que solo queda mala gente en el mundo y luego te das cuenta que basta con abrir un poco los ojos para encontrarte con toda esa buena gente que anda por ahí.
ResponderEliminarSi no nos vemos antes por aquí Feliz Año, y Feliz Viaje.
Felices reyes por allí.
EliminarYa no está lejos el día del regreso.
Cuidense
Aplausos, sí. Alegrándonos mucho de que te traten bien. Aquí en Alemania dicen que (traducido más o menos), según se grita en el bosque así vuelve el eco. Conociéndote, les habrás dado razones más que de sobra para que te cuiden un poquitín :-)
ResponderEliminarChristian y César están aquí y te mandan un par de abrazos. Sandro también y yo un beso.
Hasta pronto
Vero
Abrazos y besos para todos los norteños.
ResponderEliminarPor mi parte apenas susurro en el bosque pero vuelve el eco, el murmullo de los arroyos, el canto de los pájaros, el ronroneo del viento en las ramas... esta gente parece que está esperando por si puede ayudar en algo aunque no te lo merezcas.
Cuidense