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viernes, 28 de diciembre de 2012

Albania y otra avería



Los últimos kilómetros por Grecia transcurren entre señales preventivas sobre osos en la calzada y paradas para entrar en calor. Conduzco por el corazón de las montañas de Moravia.
Estoy preocupado y pregunto varias veces por el estado de la carretera, la última vez, a una patrulla de la policía que solicita pasaportes en el primer cruce que hay en la carretera que llega desde Albania. Me confirman que todo está limpio. Me tranquilizan, con una experiencia Kastania me basta.
En la aduana el papeleo es sencillo y rápido. Sonrisas de sorpresa y deseos de buena ruta. Tres bajo cero a las dos de la tarde.
Y primer susto, como para darse la vuelta. Paso el control griego y cuando entro en tierra de nadie resulta que está helado. ¡Glups!
Avanzo hasta el puesto albanés pensando que igual me doy la vuelta nada más entrar en el país. Afortunadamente el terreno es llano, solo tengo que tener cuidado con algunas rodadas que pliegan un poco el hielo.

La zona de los controles está a la sombra de la montaña, y me obligo a dispersar la que genera mi mente avanzando por una pequeña recta helada de doscientos o trescientos metros. Está flanqueada por camiones dispares, y en las cunetas por pequeños camionetos-cantinas de los que salen aromas que me evocan calor, ya sea en forma de comida o bebida. Al final una rotonda que determinará mi ruta, adentrándome en el país o regresando de una de las visitas más cortas del viaje.
Varias personas vestidas como en los años setenta españoles remolonean por la avenida y me convierten en el protagonista de un desfile singular. No les debe impresionar mucho que la pasarela sea de hielo; a mi sí.
La suerte está de mi lado. La pista de patinaje termina en la rotonda que está prácticamente  limpia, y entonces es como entrar en el libro de “La casa de los espíritus”.
Nívea.
Clara.
Blanca.
Alba.
Albania.
Me dirijo hacia Korçe a unos treinta kilómetros. Paso los primeros bunkers, un modelo de señales propio que se extiende por todo el país, y a los que extrañamente te acostumbras pronto, supongo que por el halo de irrealidad que los acompaña en nuestros tiempos. Pero no ha mucho, debían ser estremecedores, como la temperatura, que empieza a bajar, y eso que apenas conduzco a sesenta por los arcenes.

De momento hay un par de fotos que se me han escapado de la cámara y solo tengo en la mente, y casan muy bien. Una es evidentemente sobre los búnkers, y la otra, las señales de velocidad en Alemania en las que aparecen tanques

La carretera está limpia pero cuando llego a la ciudad las calles laterales que parten de la vía principal están heladas. Encuentro un hotel sencillo, y más en mi línea, detrás de otro evidentemente destinado al turismo extranjero.
Pero el sitio es agradable. Buen trato, una decoración retro bien llevada, y me sorprenden con internet en las habitaciones, eso sí, por cable, nada de wi-fi.
Al fondo la catedral
Me ofrecen un patio interior para la moto que compartirá con el generador de emergencia, aunque aquí es mas bien de asistencia, porque todavía sufren apagones ocasionales. Tengo que llevarla por un callejón con el piso congelado unos metros, pero ya casi me he acostumbrado. Al tiempo que avanzo me repito que no debo confiarme. Esa cantinela “de no te fíes” me la repito muy a menudo, aunque no lo parezca, y ¡vaya si me ha ayudado!

Hacemos más negra la hoja de registro y el cielo nos imita, o viceversa. No puedo evitar dar un paseo por la ciudad, y patinar de tanto en “tonto”. La ciudad está poco iluminada, de las casas tampoco llega mucha iluminación. Por un fugaz momento las tomo por casas viejas y abandonadas, o por terminar de edificar, pero es la herencia de un comunismo no muy bien entendido. Cuanto más curioso porque Hoxha trabajó aquí como profesor a la vuelta de su participación en las Brigadas Internacionales en España.
Los automóviles tampoco ayudan mucho, unos ahorran en luz, otros en bombillas de recambio. Tampoco quiero dar una mala impresión. Se ven luces y mercados de navidad y gente por la calle más o menos animada, con este frio no se debe pedir más.

Escuela
He visto un par de inmuebles un poco diferentes y me digo que por la mañana les haré alguna foto. Uno es una iglesia bastante moderna, que resulta ser la catedral más grande del estado; otro es el museo de las letras, que fue la primera escuela reconocida cuando el país se estableció como Albania; y finalmente, alguna villa neoclásica.

Al día siguiente, tras las fotos, y conocidas las inclemencias, decido acercarme a la costa tan pronto como me sea factible, pero evitando en lo posible los puertos de montaña.
Mis pasos, podría decirse, ya que circulo a cincuenta por el arcén para no congelarme muy deprisa, me guían hasta un lago idílico.
Parece que la pesca es buena y abundante. La carretera está flanqueada por vendedores de pescado, algunos mantienen las piezas más grandes vivas dentro de peceras, las más pequeñas, del tamaño de bocartes o sardinas, están estuchados en bolsas de plástico con forma de huso.

Estas jornadas me da mucha pereza parar para hacer fotos o videos. Cada vez que me pongo en marcha debo “acorazarme” sin dejar resquicios en los guantes, el pasamontañas, la bufanda, las botas… en ocasiones, basta que cambie un poco la posición en la moto para que tenga que reajustar alguna parte de la indumentaria.
Los puños calefactados están al máximo, pero las manos terminan por enfriarse hasta que molestan, los pies se solidarizan, y entonces hago una parada, bebo algo caliente,  doy un par de carreras, empujo la moto unos metros, en definitiva, genero calorías que en breve se dispersarán poco a poco. Pero mientras están conmigo ¡qué gustito!

Las dos caras de la fortuna se presentan casi al unísono. Estoy por llegar a la costa cuando el puño del acelerador empieza a trabajar en vacío. Pienso que me he cargado el pegamento con tanto calor interno y que patina la goma. Me detengo y compruebo que es el cable del acelerador: roto.
Aprovecho la inercia para detenerme en una de las cantinas mimetizadas en camionetas. Siempre están en apartaderos amplios o cruces. Esta en concreto también ofrece naranjas además de bebidas y bocadillos y alguna golosina. Es un negocio que no abunda en España, pero en los países ribereños del Egeo y el Adriático son muy habituales. Recurro a ellas para recargar mi calefacción a base de café o te, y alguna vez algún bocadillo caliente.
Creo que en este viaje habré tomado tanto café como en el resto de mi vida. Algunas noches a la hora de dormir noto que estoy demasiado lúcido para lo cansado que me siento.



Algo parecido me pasa con el té, después de una dosis me sorprendo cantando en el casco, más eufórico de lo “normal”. Sin embargo a la hora de “planchar” lo noto menos, y eso que el principio activo tiene el mismo origen en una metilxantina.

Todas estas disquisiciones no me van a reparar el cable, así que manos a la obra.
Lo primero comprobar si se trata de uno, o los dos cables del acelerador. Desmonto el puño y afortunadamente solo es uno: el que tira. Está completamente oxidado por el medio, justo por donde se ha roto.
De nuevo es mi primera vez.
No encuentro la forma de acceder al otro extremo del cable salvo desmontado el depósito. Menuda tarea. Son las tres y media, en una hora y media se hará de noche, no hay tiempo que perder.
El hombre de la cantina me pregunta si está todo bien si tengo problemas. Habla esencialmente en alemán, pero conoce algunas palabras en italiano, le pongo al corriente de la situación y me deja entender que si necesito algo, que lo pida.
Manos a la obra. Lo primero desmontar el caracol por completo. Quitar los paneles laterales, los frontales parcialmente, fuera el depósito, y finalmente llegar al carburador. El lugar del anclaje no es muy accesible, sacar el otro extremo del cable es relativamente fácil, pero para volver a encajarlo me va a dar la risa.
Eduart
Mientras estoy en la faena llega el hijo del cantinero, Eduart. Habla italiano y volvemos a repasar la situación.
Solo tengo un cable con la cabeza del extremo del tamaño adecuado, pero está un poco deshilachado en la punta. El padre de Eduart se ofrece para cortarlo de modo que entre mejor por el macarrón y luego en el bloqueo. Mi alicate no es capaz de cortarlo.
A partir de ahora el padre será relevado por el hijo, que no se apartará de mi lado y me ayudará en todo lo que pueda, incluida la conversación.
La cabezuela del cable la dejo para el puño, y en el otro extremo pondré la presilla, pero incluso quitando el cable del aire el acceso es complicado. El tiempo va pasando. Viene un amigo de Eduart  que sabe hablar en inglés y hacemos una pausa para tomar un café. La conversación es a tres bandas, una torreta de babel, apenas un poste. Entre ellos hablan en albanés y conmigo uno en italiano y el otro en inglés, y después de cada comentario hay que hacer una traducción a alguno de los otros. Está oscureciendo y tras el café  aparece “mi ayudante” con una lámpara de mano que nos ayudará mucho en adelante.
El cable es bastante justo y no soy capaz de enhebrar la presa en el angosto espacio que hay en el carburador.
Nos turnamos en el intento, pero llegó la hora de cambiar la estrategia: cambio el sentido del cable, consigo introducir el botón en su sitio, pero ahora tengo un problema en el puño. Tras poner la presilla, no sin dificultad, resulta que es grande para la pieza del puño y no entra.
Perdición.
¡Pero un momento! Recuerdo que tenía una pequeña en algún sitio. Tic tac tic tac (musiquita  del un dos tres), y ¡bingo! Al salir de Éfeso en Turquía volví a romper el cable del embrague y puse la presilla pequeña porque fue la primera que encontré. Si no os lo conté en su momento es porque lo cambié en apenas quince minutos, y ya no me parece reseñable. También tuve que ajustarlo al salir la primera vez de Estambul.
Vistas desde Cabo Rodonit 
A cambiar una por otra y volver a reglar el embrague, unos minutos más en la tarifa. Pero no es el único problema, sobra como un centímetro de cable y hay que cortarlo porque no deja montar la maneta.
Eduart comprende la situación, y se dirige a la casa que hay al lado, resulta que es la suya. Vuelve con una radial pequeña con un disco que pide la jubilación, pero dudo que se la den tan pronto.
El padre me dice que no me preocupe, si no somos capaces de solucionarlo tiene sitio en la casa para mi. Alucinante, se para un vagabundo en apuros delante de su casa y tras un rato le ofrece una cama.
Seguimos con la faena y cortamos el cable, pero sigue sin encajar la maneta. Estudiando la situación detenidamente compruebo que la cabeza del tornillo de la presa es lo que impide armar el mecanismo. De nuevo la radial. Pero antes acciono el sistema. Después de cortar el tornillo no hay vuelta atrás. Si algo fallara no tengo ni más cables que me valgan, ni más presillas pequeñas. En mi paranoia opto por conectar el depósito y arrancar la moto para comprobar que el recorrido es correcto y que todo va bien.
Amputamos.
Y voilá. Restañamos las heridas y ponemos todos los vendajes, añado las férulas del equipaje y listo.
Gracias a Eduart (y no al tres en uno) todo vuelve a funcionar. Pero como tantas veces, no acaba aquí. Me regala unas naranjas y no me deja pagar ni el café. Un tipo que trabaja cinco días como policía de carretera, los otros dos va a la escuela, y en su rato libre ayuda en casa o la cantina, una familia que me ofrece fonda, café, naranjas, herramienta, conversación…
No os hagáis los remolones, aplausos por favor.
Esta noche duermo en Peqin, y las circunstancias hacen que por la próxima noche termine cruzando a Montenegro en medio de la lluvia.

Cuidense,

Marne


viernes, 21 de diciembre de 2012

Grecia: El retorno.




Vuelvo sobre mis pasos como si hubiera perdido algo. Ya no quedan aves migratorias para recordarme que el camino es en el otro sentido, que aún es pronto para volver. Tampoco tiene sentido explayarme sobre el error y el errar.

Avanzo, y esta vez reconozco los paisajes. No hay incertidumbre en la frontera y, por momentos, parece que he vuelto a Grecia paradójicamente para hablar italiano.
Llueve y hace frío. Voy despacio por la cuneta, a unos setenta u ochenta, dejando sitio para que pasen todos los kamikaces.

En mi camino a Kabala me detengo junto a una cafetería de viejo. El dueño, un hombre de sesenta años que habla cinco idiomas, no dejará que pague ningún café. En un inglés muy fluido me dice que prefiere que conversemos en italiano. Por supuesto, lo habla mejor que yo.
La situación de los encuentros es recurrente, pero todas las conversaciones son enriquecedoras. A menudo empezamos con intercambio de información personal no muy profunda, continuamos con las particularidades de cada país en algún campo, ya sea educación, política, economía… y si quedan ganas y tiempo, arreglamos un poco el mundo para dejarlo como está. Esta vez daba tiempo, la lluvia arrecia y prefiero pasar el rato empapándome de sabiduría que de agua.

Por la noche vuelvo a hablar en italiano. Estoy en Kavala. Me confirman que hace muy mal tiempo para la época, no pasamos de cinco grados por el día. Más tarde me enteraré que hay una ola de frío que ha dejado algunos muertos en Polonia y Chequia. Desde luego por aquí la situación no es tan cruda, pero se nota que la ventana está abierta en los países del norte y aquí nos llega la corriente.

A lo que íbamos, en Turquía me quité un poco el mono de tocar, pero me provocó la añoranza de música en directo.
Después de cenar un kebab me di un paseo por la zona amurallada, recalé en un bar con buena música aunque un poco desangelado.

Estoy acostumbrado a que te pongan un vaso de agua cuando pides un café o algo de comer, pero en esta ocasión me sorprendió que lo hicieran cuando pedí una cerveza. Digiero la sorpresa con la mirada deambulando por estantes de madera tallada, paredes de piedra y ladrillo, suelos de terrazo rústico… y entonces veo un cartel de un concierto en otro establecimiento, esa misma noche. El local está por el centro, y de todas formas me pilla de camino al hotel, así que emprendo la búsqueda. Doy un par de vueltas sin éxito hasta que un grupo de gente se interna en un portal un poco extraño, mucha luz, puertas abiertas… La casa es un centro social con dependencias, ahora cerradas, en los dos primeros pisos, y un bar en el ático (entrañable CCAN). Hoy, dos bandas locales por tres euros, el precio de la cerveza.
Me ponen una curiosa tapa: cacahuetes, y un plato con rodajas de zanahoria y pepino. Las camareras enseguida me calan como extranjero. Hablamos en inglés, pero cuando una se entera que soy español me pregunta si hablo italiano. Ella está estudiando italiano y le gustaría practicar un poco, le digo que mi italiano es un poco chafardero pero adelante.
Las bandas no son muy buenas, pero me alegra contribuir a que puedan seguir tocando, comprando cuerdas y baquetas, pagando el local de ensayo, colaborar en mantener la música viva, no solo en conserva.

Regreso a por mi ración de asfalto, pero me preocupa que la previsión del tiempo acierte, dicen que va a nevar.
Y nieva.
Me refugio en un hotel en Alexandria, pasado Tesalónica. Por la mañana está nevando sobre un manto blanco que se ha deslizado subrepticiamente durante la noche. Sobre las dos de la tarde dejan de caer copos, pero ni por esas los  termómetros llegan a temperaturas positivas en todo el día. Por la noche baja la niebla y se desploma el mercurio hasta seis bajo cero.
El día siguiente amanece radiante, y la carretera está despejada de hielo. Me pongo en marcha un poco preocupado por un puerto que disfruté hace un mes. Se puede ir por autopista, pero no me hace mucha gracia, y menos ahora que voy despacio. Ya habréis observado que en la moto mi velocidad es inversamente proporcional al frío.
Voy subiendo con el camino limpio, en muchos tramos seco, en otros la sal y el agua en compañía. A medida que avanzo se ve más nieve en las cunetas y en alguna curva en penumbra restos de hielo que no conoce la sal, apenas unos hilillos “como de plashtilina” de escasos metros y apenas una cuarta de ancho.
Poco antes de la cima, en la otra ocasión fue bajando, hay una población, Kastania, con unos monasterios entre bosques de robles que retraté en fotos y aparecen en el video de Grecia.
Castañazo.
Entro en una curva y desaparece casi todo el negro del suelo gris oscuro, total: casi blanco.
Sudor al entrar en el hielo.
¡no pierdas la calma!
no pierdas la calma,
no pierdas tracción,
no tumbes,
no hagas movimientos bruscos,
no hagas…
no pienses…
no respires…
Y termino por detenerme con un par de resbalones y las piernas estiradas en un intento por tener más puntos de apoyo.
Pero la parada aún no ha terminado. La rueda trasera no tiene tracción y empiezo a ir marcha atrás. Resbalo. La moto empieza a cruzarse y mantengo la verticalidad todo lo que puedo, que es poco. Finalmente, casi quieto, no puedo sujetar la moto en pie y se me cae de entre las piernas. En el intento por no dejar aplastada ninguna parte de mi anatomía, termino en el suelo suavemente pero sin remisión, me deslizo boca abajo un par de metros, mientras, la moto se gira un poco sobre sí misma y también se para. Me habré internado casi cincuenta metros en esta pista de bogslei. Pura suerte no haberlos hecho resbalando desde el principio.
Estoy bien, todo ha sido como a cámara lenta para suceder tan rápido.
Ahora viene lo complicado: levantar la moto.
Desmonto el caracol y la maleta derecha. Tengo que arrastrar la moto hasta un sitio donde pueda hacer fuerza sin que me patinen los pies, y con suficientes garantías para que la moto no se escurra de nuevo.
Y creerme, no es fácil. Como en los dibujos animados, en los primeros intentos es como si fuera la moto la que me empujara a mi.
Me pongo nervioso. Primero lo huelo, y luego veo que rezuma gasolina por la tapa del depósito. Recuerdo que no me he cruzado con nadie en sentido contrario, y hace bastante que no veo coches. Mejor no espero ayuda y me apresuro.
Finalmente la moto está sobre sus ruedas,  encarada hacia abajo, pero tengo que salir del hielo. Me alegro de que apenas pese doscientos kilos, y ahora, descargada, es más manejable. Se ha roto el extremo de la leva del embrague, la bola, pero el resto está bien.
Logro llegar a una zona estable, y me preparo para desandar el camino. Empaco todo y termino de recorrer  los cuarenta kilómetros más cortos del viaje, no en vano estoy en el mismo sitio.


Hoy no es el día. Tras abandonar la autopista paro a tomar un chocolatito en una pastelería y rompo el tirador de la cremallera de la cazadora. Lo soluciono con una argolla de un llavero, y para no empeorarlo, engraso un poco los dientes con un poco de mantequilla que solicito a la camarera para su asombro. No tienen aceite de oliva.
Esta noche la paso en Siatista, en vez de en Kastoria, que era mi primera idea.
De nuevo en un hotel. Doce bajo cero.
Mañana: Albania.

Cuidarse,

Marne

Errando en Turquía

Os dejo este pequeño homenaje a las gentes de Turquía



Errando en Turquía from Marne on Vimeo.

Cuidense,

Marne

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Capadocia y fin de Turquía




Capadocia.
Uno de esos lugares mágicos con una historia que se pierde en la noche de los tiempos, “cuándo el mundo era joven y se creía la muerte como un sueño”.

Circulo por la que puede ser la única llanura de la península de la Anatolia. La sensación es de estepa pura, estepa dura. Aquí hay poblaciones enteras construidas bajo la superficie en un intento de protegerse de los enemigos más temibles, los hombres. Bueno, y también ayuda contra el clima feroz. Pequeñas ciudades de hasta veinte mil personas, cuentan con viviendas, caballerizas, graneros, templos, pozos… asentamientos pequeños en hormigueros gigantes. Hoy solo son atracciones turísticas, pero dan una idea de la realidad del entorno durante mucho tiempo.

Los neumáticos se desgastan rodando hacia Göreme, patrimonio protegido por la Unesco. En esta zona de origen volcánico hay una de las formaciones geológicas más espectaculares del planeta. Esta condición ha sido reclamo y solaz para la humanidad desde su inicio y ha creado un paisaje mitad natural, mitad modelado, donde se distingue, excavados en las torres y chimeneas lávicas, casas, refugios, santuarios…
Los primeros asentamientos datan del paleolítico y su uso llega hasta nuestros días. Recuerda un poco a las casas encantadas de Cuenca en su aspecto de cuento de hadas y formaciones como salidas de la imaginación de artistas capaces de pintar como niños, o tal vez niños capaces de pintar como artistas.

Durante la visita coincido con Anjaly. Esta chica es un terremoto. Es escritora de Lonely Planet, y está preparando algo sobre la zona. Es de Kerala en India, pero está afincada en Dubai. No para de hacer fotos mientras hablamos, y se nota que es una persona muy activa. Viene con Hamed (creo recordar) desde Nevsehir, apenas a quince o veinte kilómetros. Él trabaja en una compañía de vuelos en globo sobre la zona y ella había perdido uno de los autobuses que vienen hasta aquí. Supongo que en temporada alta saldrán cada quince minutos, pero ahora tendría que esperar una hora. Paseamos juntos mientras Anjaly se va muriendo de frío poco a poco, pero sin perder la sonrisa. Decidimos comer juntos para charlar un poco más de nuestras situaciones, tan próximas geográficamente, pero tan distantes motivacionalmente (¡vaya palabros!), y también evitaremos que nos acusen de hipotermia imprudente.

Hasan, servidor, Anjaly
Los lugares de comidas en la población más cercana son casi todos de terracitas, pero la meteorología no acompaña. Incluso en este tiempo, por todo el país, las terrazas de muchos establecimientos siguen funcionando. Tiene su lógica en los lugares que apenas tienen edificada la cocina y los aseos, que son muchos. Pero lo curioso es que la gente los sigue frecuentando en vez de dirigirse a los que tienen comedores cerrados. No sé si se trata de un intento de que dure la sensación de buen tiempo, o su recelo a estar confinados.


Recalamos en una cueva donde hacen actuaciones en directo, un bar musical, que también puede servir comidas y alcohol. La cocina del dueño, Hasan, no es su fuerte, pero se adivina que las fiestas son buenas. Nos ameniza la comida un rato, y yo me quito el mono de tocar la guitarra tocando la baglama, pero es que este tipo además cuenta con una baglama electrificada y un equipo conectado al ordenador, de modo que la psicodelia llama a las puertas de la razón. Pasamos un rato agradable, pero Hamed tiene que irse a currar, y antes debe dejar a Anjaly en Nevsehir. Nos despedimos con intercambio de señas y promesas de ayuda cuando llegue a la India.

Quitándome el mono (Foto Anjaly Thomas)

Me quedo un rato más con Hasan. Ha estado treinta años en Alemania, pero como dice él, ha llegado un momento en su vida en que prefiere vivir en una cueva y dedicarse a otras cosas. Esas cosas parece que se trata de su música. Me cede una canción para que la use en el video que quiero hacer de Turquía, el tema es propio y lo ha tocado, programado y grabado todo en la cueva. Un gran tipo este músico.
No me entretengo mucho más. La noche acecha y tengo que buscar donde dormir.

Con la oscuridad llega la tormenta, agua nieve, viento y la visita de la Jandarma, algo parecido a la guardia civil, solo que aquí van siempre con los “cuernos de chivo”.
Son amables. Intentamos comunicarnos, pero no sé turco y ellos no saben otra cosa. Casi tengo que insistir para que miren el pasaporte porque la cosa es un poco surrealista. No me hacen gestos hostiles, pero tampoco se retiran.
Hotel Discordia

He montado la tienda en un entrante-cueva con la idea de un poco más de protección y tener mañana la tienda seca a la hora de recoger. Es una suerte que se pueda montar sin necesidad de piquetas porque el suelo es de roca. Finalmente, uno de ellos con tres galones me pasa su móvil, hablo con alguien en algo parecido al inglés. Apenas entiendo que no es seguro estar allí. Pregunto cuál es el problema y termina diciendo “not legal”. Le devuelvo el celular al hombre y por señas me dice que no hay problema, que pase la noche y que me vaya mañana. Más que agradecido.
Mientras hablábamos ellos se refugiaban en el saliente, excepto uno muy serio que debe ser de pedernal. Lo mismo antes vivía en las ciudades subterráneas y eso explicaría muchas cosas.
La empatía de la patrulla me alivia. En medio de la tormenta y con el frio sería un suplicio recoger el campamento y buscar otro sitio donde pasar la noche. Añadir que tendría que montar la tienda lloviendo, ¡que desidia!.
La mañana se levanta desapacible, pero de momento no llueve. Ni nieva. Solo las cimas están glaseadas.

Dirección Ankara. Destino desilusión.

El camino no transcurre por sitios muy elevados, no pasamos de mil quinientos metros, pero me pilla la nevada, y en el parabrisas se forma una capa de hielo que buscaba mi pecho. Otra constatación de que pese a las prisas era necesario hacer la cúpula antes de salir de viaje.
En Atenas entré lloviendo. En Ankara entro nevando. Mucho tráfico y de nuevo a reptar entre los coches. Llego a una zona con tres hoteles en la misma avenida y me detengo. Entre mis bazas aceptables: treinta y cinco euros sin desayuno ni parking, terminan incluyendo los dos, y el aparcamiento en los sótanos del hotel, a cubierto y cerrado.

El día siguiente amanece luminoso pero con un poco de frio. Quiero aprovechar el tiempo para visitar las embajadas.

El mazazo es fuerte, necesitarán un mes para concederme el visado de Irán.

No es fácil, pero cambio de planes como ya os he contado.

¡Adiós a Tailandia en moto!
¡Hola nuevas opciones de vagabundeo!
¡Hola otra vez Estambul!
¡Adiós Turquía!

Cuidense,

Marne




Lección 1/4 de tono