Francia se presenta como el portal de casa.
No es la primera vez que circulo por esta costa y sin
embargo la sola diferencia de hacerlo en invierno le da al paisaje un aire
nuevo en un continente viejo.
Resulta interesante como apenas iniciado el país por este
extremo ya lo estoy abandonando para entrar en el suntuoso mundo de Mónaco.
Aquí la frontera es el dinero. Pero si lo pensamos en profundidad, resulta que la
riqueza es la única que erige fronteras.
Recuerdo la primera vez que llegué. Iba en bicicleta, y
aprovechaba la situación que me fuera más propicia, circulaba como peatón o
como automóvil, según me enfrentaba a semáforos o direcciones prohibidas.
Siempre respetando mucho a los viandantes. Pero la policía del lugar no era muy
receptiva ante esas prácticas y casi me calcan una multa. No sirvió de nada
hacerse el ignorante ni el despistado, y en reconocimiento a su celo no
albergué rencor, pero en su momento me molestó. No puedo hablar por todos los
monegascos, pero eché en falta un poco de hospitalidad mediterránea.
En esta ocasión se mascaba más la indiferencia. Bien es
cierto que entre la gente que deambulaba por allí nadie lucía un cartel
anunciando su procedencia o su pertenencia, pero había un “estúpido velo” que
distorsionaba la realidad de las relaciones.
No me entretuve mucho. Apenas un paseo para constatar que algunos
nuevos ricos estaban pasando apuros. No vi tantos coches caros, pero sí varios
anuncios de venta de embarcaciones.
De nuevo la lluvia me acompañó hasta que mi destino tomó la
forma de Niza. Otra noche en busca de un hostal. Pero la suerte estaba de mi
lado. Me antecedieron un par de establecimientos no muy económicos antes de
llegar a un hostal que me pareció razonable, y en el rato entre que me registré
y subí el equipaje en la recepción empezaba su turno Arón.
Digo suerte y digo Arón.
Primero me atendió una chica que hablaba francés, inglés e
italiano. Por jugar un poco le pregunté que si también español, pero no. Después
de registrarme subía con las cosas y me dijo que el muchacho que acababa de
llegar, y que atendía a unos clientes, sí hablaba español. Entre las
conversaciones cruzadas que se mantenían se dirigió a mi en castellano. La
verdad es que yo no quería jugar con él, prefería a la recepcionista. También
le noté un acento que no pude identificar. Por no escapar corriendo le pregunté
si alguno de sus padres era español, porque aunque con su particular entonación
lo hablaba muy fluido.
Claro, soy de Orense ¡¿?!
Tras la cena me ofreció un rato de charla muy ameno, y
demostró que dentro de la generación ni-ni un muchacho de veintipocos años, con
cinco idiomas, una carrera y ganas de salir adelante, se venía a trabajar a
Francia porque hasta primavera no se incorporaba a otro trabajo. Antes de
chupar de una prestación por desempleo o seguir en casa de la familia se
enfrentaba a la vida. Chapó.
Conduzco hasta Cannes por un asfalto húmedo vigilado por las
pocas nubes que no se han deshecho en chubascos durante la noche. Antes de
reencontrarme con una de las capitales del cine hago una parada y compruebo que
la cadena tiene una holgura notable. Como siempre he sido una persona de
suficientes y de bien, decido tensarla aprovechando que hay sol y no sopla
aire.
De nuevo es mi primera vez, pero mi estado animoso y la
confianza en la teoría hace que fluya el trabajo. Como no tengo caballete en la
moto me he traído un gato por si algún día necesitaba desmontar alguna rueda.
No es muy estable pero como solución de emergencia sirve (también lo he
utilizado para engrasar la cadena en alguna ocasión).
En Cannes me sucedió uno de esos encuentros mágicos. En mi
última visita a la villa me entretuve observando y haciendo algunas fotos a la
gente del paseo marítimo. De eso hacía seis años. Mucha gente glamurosa en
bañador, paseándose con diferentes grados de exhibición.
Mientras rememoraba la situación un hombre leyendo el
periódico me llamó la atención. Tenía algún tipo de conexión directa con mi
memoria visual. Estaba sorprendido. Algo me hacía pensar que ya había
fotografiado a esa persona, pero no estaba muy seguro.
Leía un periódico que me parecía alemán. Estaba dudando si
dirigirme a él, no sabía como plantear la situación, ni sabía si sentiría
molesto al abordarle.
Entonces una niña con un cachorro de perro pasó por su lado
y el hombre acarició a la mascota y dijo algo a la chiquilla. Lo tomé como una
invitación, ya intuí que, al menos, el hombre era afable.
El principio de la conversación no fue muy prometedor.
- Parlez vous anglais? (¿Hablas inglés?)
- Oui
- ¿?
- So, Do you live here, in Cannes? )(Vives aquí, en Cannes?)
- No, I come from
Belgium (No, vengo de Bélgica)
-¿?
No me voy a extender, resulta que Jack vive y trabaja en
Bélgica (tal vez el periódico estuviera en flamenco), pero baja hasta Cannes
dos o tres veces al año porque el clima es mejor que en su casa. Tras un poco
de conversación de cortesía entro al meollo y ante mis dudas me deja que le
haga una foto para compararla con la de hace seis años. Le prometo que le
mandaré un mail con las dos, ya sean de él ambas, o de un doble, o de una
doblez en mi cabeza.
Lo realmente fascinante es la posibilidad de que
efectivamente se trate de él. Un encuentro, una coincidencia que desafía las
matemáticas, el espacio, el tiempo, la razón.
La razón ya casi no se inmuta cuando me encuentro con un
ciclista que regresa de hacer el Camino de Santiago. Charlamos un poco, lleva
una bici que pesa sesenta kilos, y tras una jornada de subidas y bajadas
constantes tiene ganas de llegar a un hotel. Mi respeto a un hombre que se toma
la vuelta como parte del camino, no vuelve en avión o tren, es un peregrino
integro. Y regresa a su lugar de origen en ¡GRECIA!
El trayecto me ha llevado por cornisas sobre el Mediterráneo
y ligeras ensenadas, pero a medida que me alejo de los Alpes Marítimos el
terreno se vuelve mas llano.
Volveré a acampar y recibiré una invitación a su casa de
Toulon de un motorista, pero finalmente haré noche en Marsella y en
Montpellier. Mi carácter me hace preferir la segunda ciudad, más pequeña, más
entrañable, con reminiscencias salmantinas de ciudad universitaria.
Pero es en La Camargue donde se conjuga una serie de
casualidades que son parte de mi trasfondo y por esta vez trataré de explicar.
Los que os saltéis esta parte no debéis disculparos, no es obligatoria, como
ninguna de las historietas que os he contado.
En la Camargue transcurre una película de Albert
Lamorisse:“Crin Blanca”. Sus obras fueron premiadas en Cannes y Venecia, por lo que hay una línea imaginaria que relaciona estos lugares, pero además, su última película transcurre en Irán (“El viento de los enamorados”), uno de los destinos codiciados de este viaje, aunque perdido.
Con esto quiero mostraros la turbulencia de recuerdos y evocaciones que se producen en mi mente cuando estoy haciendo kilómetros en la moto. Mi diálogo interno al que también acuden imágenes, canciones, sonidos, y en ocasiones olores.
Para colmo, cualquiera diría que estoy en Babia mientras circulo por La Camargue.
Os aclaro que en mis turbulencias generalmente no aparecen los nombres (soy muy despistado para acordarme de ellos) pero la evocación y las relaciones se suceden. Luego, con un poco de internet recobro las referencias para que entendáis de que hablo.
Daré un rodeo para acercarme hasta Carcassonne y su ciudad
amurallada. He pasado varias veces cerca y nunca me he detenido a disfrutar de
su medievo reconstruido en el siglo XIX. Este fue el principio de las reconstrucciones
semi históricas que hacen de Francia un escenario de cuento. Algunos
historiadores se acordarán de la familia de los promotores, pero hacen las
delicias de los profanos. Eso lo confirman las oleadas de turistas que visitan
estos lugares y se sobrecogen durante el acercamiento a un pasado solo intuido.
En las cercanías de Perpignan disfruto de lo que será mi
última acampada antes de dirigirme por la costa a Llança y luego a Figueras.
En Figueras hago un alto para ver el museo de Dalí. Salí hace
tres meses por su casa y vuelvo por su museo.
Cuidense,
Marne