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domingo, 10 de febrero de 2013

Francia




Francia se presenta como el portal de casa.
No es la primera vez que circulo por esta costa y sin embargo la sola diferencia de hacerlo en invierno le da al paisaje un aire nuevo en un continente viejo.

Resulta interesante como apenas iniciado el país por este extremo ya lo estoy abandonando para entrar en el suntuoso mundo de Mónaco. Aquí la frontera es el dinero. Pero si lo pensamos en profundidad, resulta que la riqueza es la única que erige fronteras.

Recuerdo la primera vez que llegué. Iba en bicicleta, y aprovechaba la situación que me fuera más propicia, circulaba como peatón o como automóvil, según me enfrentaba a semáforos o direcciones prohibidas. Siempre respetando mucho a los viandantes. Pero la policía del lugar no era muy receptiva ante esas prácticas y casi me calcan una multa. No sirvió de nada hacerse el ignorante ni el despistado, y en reconocimiento a su celo no albergué rencor, pero en su momento me molestó. No puedo hablar por todos los monegascos, pero eché en falta un poco de hospitalidad mediterránea.

En esta ocasión se mascaba más la indiferencia. Bien es cierto que entre la gente que deambulaba por allí nadie lucía un cartel anunciando su procedencia o su pertenencia, pero había un “estúpido velo” que distorsionaba la realidad de las relaciones.

No me entretuve mucho. Apenas un paseo para constatar que algunos nuevos ricos estaban pasando apuros. No vi tantos coches caros, pero sí varios anuncios de venta de embarcaciones.

De nuevo la lluvia me acompañó hasta que mi destino tomó la forma de Niza. Otra noche en busca de un hostal. Pero la suerte estaba de mi lado. Me antecedieron un par de establecimientos no muy económicos antes de llegar a un hostal que me pareció razonable, y en el rato entre que me registré y subí el equipaje en la recepción empezaba su turno Arón.

Digo suerte y digo Arón.
Primero me atendió una chica que hablaba francés, inglés e italiano. Por jugar un poco le pregunté que si también español, pero no. Después de registrarme subía con las cosas y me dijo que el muchacho que acababa de llegar, y que atendía a unos clientes, sí hablaba español. Entre las conversaciones cruzadas que se mantenían se dirigió a mi en castellano. La verdad es que yo no quería jugar con él, prefería a la recepcionista. También le noté un acento que no pude identificar. Por no escapar corriendo le pregunté si alguno de sus padres era español, porque aunque con su particular entonación lo hablaba muy fluido.
Claro, soy de Orense ¡¿?!
Tras la cena me ofreció un rato de charla muy ameno, y demostró que dentro de la generación ni-ni un muchacho de veintipocos años, con cinco idiomas, una carrera y ganas de salir adelante, se venía a trabajar a Francia porque hasta primavera no se incorporaba a otro trabajo. Antes de chupar de una prestación por desempleo o seguir en casa de la familia se enfrentaba a la vida. Chapó.

Conduzco hasta Cannes por un asfalto húmedo vigilado por las pocas nubes que no se han deshecho en chubascos durante la noche. Antes de reencontrarme con una de las capitales del cine hago una parada y compruebo que la cadena tiene una holgura notable. Como siempre he sido una persona de suficientes y de bien, decido tensarla aprovechando que hay sol y no sopla aire.

De nuevo es mi primera vez, pero mi estado animoso y la confianza en la teoría hace que fluya el trabajo. Como no tengo caballete en la moto me he traído un gato por si algún día necesitaba desmontar alguna rueda. No es muy estable pero como solución de emergencia sirve (también lo he utilizado para engrasar la cadena en alguna ocasión).

En Cannes me sucedió uno de esos encuentros mágicos. En mi última visita a la villa me entretuve observando y haciendo algunas fotos a la gente del paseo marítimo. De eso hacía seis años. Mucha gente glamurosa en bañador, paseándose con diferentes grados de exhibición.
Mientras rememoraba la situación un hombre leyendo el periódico me llamó la atención. Tenía algún tipo de conexión directa con mi memoria visual. Estaba sorprendido. Algo me hacía pensar que ya había fotografiado a esa persona, pero no estaba muy seguro.
Leía un periódico que me parecía alemán. Estaba dudando si dirigirme a él, no sabía como plantear la situación, ni sabía si sentiría molesto al abordarle.
Entonces una niña con un cachorro de perro pasó por su lado y el hombre acarició a la mascota y dijo algo a la chiquilla. Lo tomé como una invitación, ya intuí que, al menos, el hombre era afable.
El principio de la conversación no fue muy prometedor.

 
- Parlez vous anglais? (¿Hablas inglés?)
- Oui
- ¿?
- So, Do you live here, in Cannes? )(Vives aquí, en Cannes?)
- No, I come from Belgium (No, vengo de Bélgica)
-¿?

No me voy a extender, resulta que Jack vive y trabaja en Bélgica (tal vez el periódico estuviera en flamenco), pero baja hasta Cannes dos o tres veces al año porque el clima es mejor que en su casa. Tras un poco de conversación de cortesía entro al meollo y ante mis dudas me deja que le haga una foto para compararla con la de hace seis años. Le prometo que le mandaré un mail con las dos, ya sean de él ambas, o de un doble, o de una doblez en mi cabeza.

Lo realmente fascinante es la posibilidad de que efectivamente se trate de él. Un encuentro, una coincidencia que desafía las matemáticas, el espacio, el tiempo, la razón.

La razón ya casi no se inmuta cuando me encuentro con un ciclista que regresa de hacer el Camino de Santiago. Charlamos un poco, lleva una bici que pesa sesenta kilos, y tras una jornada de subidas y bajadas constantes tiene ganas de llegar a un hotel. Mi respeto a un hombre que se toma la vuelta como parte del camino, no vuelve en avión o tren, es un peregrino integro. Y regresa a su lugar de origen en ¡GRECIA!

El trayecto me ha llevado por cornisas sobre el Mediterráneo y ligeras ensenadas, pero a medida que me alejo de los Alpes Marítimos el terreno se vuelve mas llano.
Volveré a acampar y recibiré una invitación a su casa de Toulon de un motorista, pero finalmente haré noche en Marsella y en Montpellier. Mi carácter me hace preferir la segunda ciudad, más pequeña, más entrañable, con reminiscencias salmantinas de ciudad universitaria.

Pero es en La Camargue donde se conjuga una serie de casualidades que son parte de mi trasfondo y por esta vez trataré de explicar. Los que os saltéis esta parte no debéis disculparos, no es obligatoria, como ninguna de las historietas que os he contado.
En la Camargue transcurre una película de Albert Lamorisse:“Crin Blanca”. Sus obras fueron premiadas en Cannes y Venecia, por lo que hay una línea imaginaria que relaciona estos lugares, pero además, su última película transcurre en Irán (“El viento de los enamorados”), uno de los destinos codiciados de este viaje, aunque perdido.
Con esto quiero mostraros la turbulencia de recuerdos y evocaciones que se producen en mi mente cuando estoy haciendo kilómetros en  la moto. Mi diálogo interno al que también acuden imágenes, canciones, sonidos, y en ocasiones olores.
Para colmo, cualquiera diría que estoy en Babia mientras circulo por La Camargue.
Os aclaro que en mis turbulencias generalmente no aparecen los nombres (soy muy despistado para acordarme de ellos) pero la evocación y las relaciones se suceden. Luego, con un poco de internet recobro las referencias para que entendáis de que hablo.

Daré un rodeo para acercarme hasta Carcassonne y su ciudad amurallada. He pasado varias veces cerca y nunca me he detenido a disfrutar de su medievo reconstruido en el siglo XIX. Este fue el principio de las reconstrucciones semi históricas que hacen de Francia un escenario de cuento. Algunos historiadores se acordarán de la familia de los promotores, pero hacen las delicias de los profanos. Eso lo confirman las oleadas de turistas que visitan estos lugares y se sobrecogen durante el acercamiento a un pasado solo intuido.

 
En las cercanías de Perpignan disfruto de lo que será mi última acampada antes de dirigirme por la costa a Llança y luego a Figueras.

En Figueras hago un alto para ver el museo de Dalí. Salí hace tres meses por su casa y vuelvo por su museo.

Cuidense,

Marne

















martes, 5 de febrero de 2013

Italia, el retorno



Empiezo a sentir que estoy de vuelta cuando llego a Italia. Siento que si observo con cuidado veré las huellas que he dejado hace algunos meses. Transitaré de nuevo por algunas carreteras. Los mismos ríos, distintas aguas.

Pero me estoy adelantando.
Antes tengo que dejar Croacia. Y esta vez la aduana ejerce su derecho.
Me sorprende que los requerimientos sean al abandonar el país, y no al entrar.
Los agentes son amables, pero me indican que van a efectuar un control. Todo empieza con la solicitud de papeles, y creo que el hecho de venir de Montenegro y Albania les inquieta.
Un oficial pregunta que hay en cada una de las maletas de la moto y me pide que se lo enseñe. Busca “estúpido-facientes”.
Las abro siguiendo el orden de sus requerimientos. Pero cerrarlas lleva más tiempo, tengo que acomodar de nuevo la carga para que cierren. Es casi un puzle en el que cada pieza ha encontrado su sitio con el transcurso de los días y son reacias al cambio.
Afortunadamente no miran en el único sitio que está cargado de droga. Mi cabeza.

Comparativamente entrar en Eslovenia es sencillo para tratarse de la frontera Schengen de la Comunidad Europea. Pasaporte y ya estoy dentro.
Ruedo unos minutos y me encuentro cruzando a Italia por Trieste.
A partir de ahí me adentro en una niebla sin gorilas pero que incluye algo de lluvia. Mi destino es Venecia, donde pasaré la  navidad. Es mi forma de hacer transcendente una época incrustada en mi poso de tradiciones, en mi pozo de emociones. Pero se reafirma mi creencia de que lo importante, en cualquier momento, es la gente con la que estás y no la fecha del almanaque.

Unas decenas de kilómetros después entro en el Puente de la Libertad entre la niebla que refulge por la contaminación lumínica. No es este el único aura que acompaña a esta ciudad.
En nuestro imaginario solo hay otra ciudad con este significado de romanticismo: París. No preguntéis por qué, pero siempre pensé que era mejor venir acompañado a estos lugares. Las circunstancias y decisiones me traen solo, pero pienso aprovechar la ocasión al máximo.

Unos metros antes de la Plaza de Roma hay un aparcamiento gratuito para motos. Dejo todo el equipaje salvo una pequeña bolsa con la cámara. Pregunto a un chico, que deja su scooter, si se puede dejar la moto más de las veinticuatro horas que indica la señal. No sé si es una respuesta, pero el espíritu mediterráneo aflora y gracias a sus observaciones la moto se quedará ahí tres días sin inconvenientes.

A estas alturas de la jornada estaría preparándome para irme a la cama, pero hoy empiezo a caminar por calles, callejones, muelles, plazoletas, puentes…
Simultáneamente busco dónde pasar las próximas noches, porque los días serán para vagar por la ciudad. Tras algún regateo encuentro un sitio muy agradable con buen desayuno y tetera en la habitación. Adjudicado.

Voy a por parte del equipaje y no puedo resistir salir de nuevo a la ciudad a perderme por las calles. Ahora entiendo mucho mejor a mis amigos sicilianos, Tatiana y Benedetto, cuanto me hablaban de Venecia y su fascinación por ella.

Comparto su visión amplia y profunda que va más allá de la Plaza de San Marcos, Rialto, La Fenice, Los Descalzos, Santa María de la Salud… Una mirada que se detiene en las pequeñas capillas, las urnas en las esquinas de las calles, los cuadros en cada iglesia, palacios, tallas, esculturas, puentes, escalas, muelles, ventanales, galerías, pozos, y un sinfín de detalles que se han ido sumando con los años.

No hay tráfico, ni siquiera bicicletas. Se respira tranquilidad, recogimiento, una complicidad con el lento paso del tiempo. No tiene que ser un lugar fácil para vivir en estos tiempos modernos con sus prisas y lo inmediato, lo insensato. Pero para artistas, creativos, profesiones “liberales”, artesanos, y por su puesto, turistas, es una delicia.

Disfruto mucho del veneto, pero mi alma vagabunda me arrastra de nuevo al camino.
En mis planes está resarcirme de mi anterior fugaz visita a Florencia. Pero antes visitaré Rávena, con unos restos románicos impresionantes, tanto en calidad como en cantidad. La ciudad no es muy grande, pero creo ver un signo definitorio del carácter de su gente en el hecho de que el sistema de préstamo de bicicletas urbano es gratuito y sin restricciones. Auténtica confianza en el espíritu humano. En el hotel también me conceden el privilegio de estacionar la moto en un pequeño cobertizo, cosa que agradezco con esta lluvia.

Como en los dibujos animados, parece que la nube me sigue allí donde voy. Siempre amenazante, pero a ratos perdona y el aire me seca un poco, nunca lo suficiente.

Hoy Florencia está vestida de invierno. Me muevo con soltura, no he tenido tiempo de perder los recuerdos de sus calles en los recovecos de mi cerebro. Volveré a pasear por un pasado inmediato. Y sin embargo lo siento muy distante porque hasta llegar a evocarlo tengo que pasar por una melaza reciente de recuerdos dulces y experiencias densas.

En esta ocasión sí entraré primero en La Academia, y luego en el Palacio de los Uffizi.
En este último casi desisto por la cola, pero coincido con una pareja de franceses muy agradables y charlamos largo y tendido. Vienen de Montpellier y se nos pasa el rato hablando de muchos temas, personales, laborales, económicos… arreglando el mundo para dejarlo como está. Seguramente llevemos una hora esperando, pero ha sido muy entretenido y edificante.

En el museo–palacio la experiencia es abrumadora para un neófito, cuánto más para un estudioso del arte o de la historia. Los estímulos llegan tanto de las obras expuestas, como del edificio propiamente dicho. No se llegan a desbordar, salvo en mi conciencia, y termino agotado, embotado. Las salas están ordenadas por movimientos y épocas, pero en mi mente crece una brisa que pasa por remolino y termina en tornado con obras de Gioto, Fran Angélico, Filippo Lippi, Botticelli, Michelangelo, Da Vinci, Durero,  Rafael, Tiziano, Tintoretto, Rubens, Caravagio, Velázquez, Goya, Van Dyck, Peter Brueguel…
Embotado sí, pero también fascinado.
Como en El Prado, Ciudad del Vaticano, la National Gallery… estas son visitas que se tienen que hacer poco a poco, pero los que no somos tan afortunados de frecuentar estos espacios no podemos evitar la sobredosis. ¡Qué venga ahora el oficial de aduanas croata, esto está lleno de estimulantes!

La siguiente parada es en otro icono, Pisa. Me parece que hay más iconos que semáforos en Italia.
La catedral está cerrada, pero el campanario todavía siente las cosquillas de los pies de los visitantes. Pies que buscan un equilibrio en el espejismo inclinado que los alberga.
Me entretengo con las fotos, me gustaría un nuevo encuadre, que no resulte evidente, pero se me hace imposible. Paseo arriba y abajo, pero he visto tantas imágenes de la mítica reclinada, que no me da la imaginación.
Me resulta simpática una pareja que trata de hacer la foto simulando que empuja la torre, en lugar de sostenerla. Y resulta que son de Terrasa, viajan en furgo. Toni y Dulce, me parecen buena gente. Charlamos un poco y nos intercambiamos señas. Tal vez algún día volvamos a coincidir. ¡Buena ruta!

Por fin sale el sol. Conduzco al lugar del que se extrae la materia de la que están hechos los sueños de los escultores: Carrara. Por un momento pienso que soy un tío original que se interesa por las canteras, pero a medida que me acerco empiezo a ver carteles de visitas guiadas a las explotaciones.
Resulta que no soy tan genuino.
Medito unos instantes y decido buscar una panorámica del monte horadado. Si  entro en la cantera me perderé la magnitud de la explotación. No cometeré el error de meterme entre los árboles para que no me dejen ver el bosque.
Y me alegro. Enfilo una pequeña carretera que sube al tiempo que se va estrechando. En la cima del monte hay bicis y parapentes. No parece el mejor día para volar, pero las vistas son impresionantes. Disfruto del momento y me tomo un piscolabis al sol y el calorcito del mediodía.

El último día del año me pilla en la sinuosa carretera que llega hasta Portofino. Se trata de un tradicional puerto pesquero, que precisamente siguiendo la tradición ahora es un puerto turístico. Tiene mucha fama entre los italianos de la zona. Ya me habían advertido Toni y Dulce que estaba bien, pero que era mejor no tener muchas expectativas. El lugar tiene cierto aire a Cudillero en Asturias. La gran diferencia estriba, en que durante años, por aquí se descuelgan celebridades del mundo del arte, esencialmente del cine. Desde Orson Wells hasta Spilberg, desde Greta Garbo a  Gwyneth Paltrow, y este año parece que vino Rihanna, y Madonna a celebrar su cumpleaños. En fin, dudo que en esta época del año se deje ver alguien del mundo del famoseo. Pero sus casas se quedan.
Lamento que las visitas rimbombantes se conviertan en el mayor atractivo del lugar, me alegro por la villa, pero lo siento por la condición humana. ¿Me estaré haciendo un gruñón?

Todo lo que saco en claro de la noche vieja en Italia es que se comen lentejas y se tiran muchos petardos. De nuevo una fecha a la que damos mucho significado lo pierde si no tienes con quien celebrarlo. No se ve mucha gente por la calle. Apenas algunos que llegan tarde a su cita con la familia entre bolsas y tapers. Me aburro y me acuesto temprano para ser una velada tan significada.

Mi camino me lleva a Génova y finalmente a San Remo, ya casi en la frontera con Francia. Volveré a disfrutar de unos tramos de conducción por carreteras que sortean acantilados y que me acercan inexorablemente a casa.

Cuidense,

Marne