Casi sin querer entro en Croacia.
La flora ha cambiado notablemente. El bosque es menos denso
y entre las copas desnudas y ocres flotan cipreses como contenidos en su
despegue hacia otras fronteras menos mundanas. Mas tarde aprenderé que, en la
República de Ragusa, la tradición familiar era plantar cipreses para que las
siguientes generaciones dispusieran de esta madera para construir barcos. Gracias
a esto, en el siglo XV, se consolidó como gran potencia marítima rivalizando
con Venecia.
Unas decenas de kilómetros pasada la frontera llego a las
murallas de la ciudad de Ragusa. También la podría llamar Dubrovnik, pero entro
en una ciudad medieval que evoca aquellos tiempos; fosos, murallas, torreones,
y puertas fortificadas, todo
sigue ahí de casualidad desafiando terremotos, incendios,
asedios, y bombardeos… algunos no muy lejanos en el tiempo.
A las puertas de la ciudad fortificada unos paneles te
indican los impactos de morteros y bombas durante el último asedio bélico, y si
observas con atención se ven las heridas restañadas, siete de cada diez casas
sufrieron daños graves o fueron destruidas.
Hoy la Perla del Adriático no se libra y sigue sufriendo asedios
cada verano. Para mi es una suerte que en invierno esté más tranquilo, me
permite ir y venir con el anonimato que te da ser un turista en una ciudad
turística, pero con la libertad de ser un ciudadano en la ciudad.
Mi intención es seguir el litoral hasta Italia y disfrutar
de estas carreteras, sus gentes y sus paisajes.
Se vislumbran las primeras islas y penínsulas que me
flanquearán el periplo por una región hermosa donde la gente es muy amable
conmigo, y yo desearía que fueran más amables entre ellos. Deseo que el viento
sea capaz de alejar y dispersar ese tufillo a rencor que subyace en una tierra pasional.
Evoco a Eolo y se une al viaje en los días soleados, se calma en los nublados y
no me hace caso nunca; fiel a sí mismo, se mueve a su aire.
Voy de un burgo medieval a otro, pero en el camino llego a
uno de los absurdos de esta tierra, entro en Bosnia durante una decena de
kilómetros. Paso por Neum, donde está el único puerto Mediterráneo de ese país.
El paso es simbólico, apenas enseñar el pasaporte, es más, no necesito ni
quitarme el casco.
Muy poco después llego al delta del Neretva. Remonto el
curso del río hasta Metkovic, dos ciudades en una separadas por el agua y la
incomprensión. A un lado cristianos; al otro musulmanes; en los dos: prejuicios.
Ahora en Croacia. Pasando el puesto fronterizo me dirijo a Mostar donde se
repite el esquema, pero entonces en Bosnia-Herzegovina.
El Puente Viejo de Mostar ahora es nuevo. Las leyendas que
lo acompañan son antiguas, los recelos jóvenes.
El Stari Most fue una maravilla arquitectónica en su tiempo,
la elegancia de su único arco que salva unos treinta metros, tanto en altura
como en longitud, tenía un secreto escondido, el puente de piedra tenía una
trama hueca que le confería unas cualidades únicas en resistencia y
efectividad. Demostró su valía durante cinco siglos frente a aluviones y
terremotos. Después de su reconstrucción, en el 2004, ha sido un acicate para
la unidad y la armonía, esperemos que no sea como su secreto, una esperanza
hueca.
Otra de las herencias de la guerra en los Balcanes son los
campos de minas. No todos están desmantelados, y recomiendan-ruegan- prohíben
que te adentres en zonas apartadas o aisladas, y que no abandones los caminos.
Esta circunstancia me hace pensarme mucho lo de la acampada, que está estrictamente
vetada. Por supuesto no correré el riesgo. Pese a que la mitad o más de los alojamientos
están cerrados, abundan las casas de huéspedes y las habitaciones de alquiler a
precios moderados tras un regateo. De nuevo estar fuera de temporada juega a mi
favor. Pero en mi fuero interno crece el resquemor de que se aprovechan de la
circunstancia para favorecer la ocupación hostelera. Quizás con un tiempo más
benigno me arriesgaría, pero las condiciones varían muy deprisa, lo mismo
llueve que sale un rato el sol, o el aire combativo reclama su protagonismo. Si
a todo esto sumamos un poco de pereza, la cartera se oxigena más a menudo.
La carretera de la costa es idílica. Habitualmente seguir
una carretera litoral termina siendo monótono por la uniformidad del paisaje,
apenas con alguna ligera evolución o contraste. Pero aquí todo es cambiante,
penínsulas e islas van mudando el horizonte, las nubes y los claros te hacen
cambiar de estación aunque nunca llegue el verano. En ocasiones los Alpes
Dináricos se acercan tanto al mar que apenas dejan un corredor para la
carretera, o bien se alejan lo suficiente para dejar alguna explanada cuajada
de colinas. Y en cada cambio, la vegetación acompasa con arbolados, arbustos, o
apenas roca desnuda con manchas verdes y ocres.
Giran las ruedas camino de Split, pero antes hago noche en
la zona de Makarska dónde el viento es dueño y señor. En un pequeño
hotel-residencia familiar charlo mucho con el chico, que junto con su tío y su
abuela llevan el negocio. Creo que soy el único huésped, pero por el bar
desfila algún parroquiano.
Por la mañana el tío está más comunicativo y resulta ser un
motorista. Le pregunto por la ruta a Gospic, población relevante vecina a la
casa natal de Nícola Tesla. Me comenta que el puerto que parte de Karlobag
estará cerrado o impracticable para una moto que no monte clavos en los
neumáticos. Si quiero ir hasta allí mejo que lo haga por la autopista, pero que
tenga cuidado y no me confíe, que cruzada la cordillera el tiempo es frio y
húmedo.
Agradezco los consejos y me dirijo al Palacio de Diocleciano
en Split. El edificio a mutado con los años y acoge otra ciudadela medieval,
pero esta fue creciendo en el interior del palacio y se mantienen muchos
elementos originales, otros reciclados, y muchos reaprovechados.
Unos kilómetros más tarde paseo por Trogir. Por supuesto es
otra ciudad medieval, y coincido con el recreo vespertino de los chavales en el
colegio. Súbitamente las callejuelas se llenan de cardúmenes de chicos y chicas
corriendo por las calles. Gritos y risas se suceden junto al ruido de los pasos
que resuenan y rebotan contra las paredes de angostos pasajes. Muchos recalan
en una pizzería que la vende en porciones. Deambulan libres por la ciudadela, y
ante la falta de otros habitantes visibles se convierten en dueños y señores de
la plaza fortificada y del puerto vecino a la escuela.
Buscando donde dormir, termino en una casa con habitaciones
y apartamentos para alquilar (aquí lo llaman Sobe). Preguntando por una cama,
me enseñan un apartamento. El sitio está bien, pero excede mis anhelos, y en
consecuencia mis expectativas económicas. Pero la nieta de los dueños, una
chica en la treintena, se identifica con mi situación e intercede ante la
familia para dejar el precio en algo simbólico.
Tras la muralla: Tesla |
Está de visita por las inminentes fiestas navideñas. Trabaja
en un hotel coordinando y gestionando congresos y reuniones. Antes era militar
y estuvo destinada en Afganistán, de donde trajo muy buenos recuerdos de la
gente del país. Nada que ver con lo “venden” en la televisión.
Desayunamos y charlamos largo y tendido. Hoy quiero ver la
casa natal de Nicola Tesla. Será un día intenso. Me separan del museo casi
doscientos kilómetros, y una cordillera. Mi idea, que mas tarde troco en
obligación, incluye el regreso a la costa deshaciendo parte del camino.
La mitad del trayecto discurre por carretera, pero la
segunda mitad la hago por autopista siguiendo los sabios consejos de los
autóctonos. Antes de cruzar la cordillera, gracias a un túnel de cerca de una legua, la
temperatura ronda los ocho grados y luce el sol entre algunas nubes. Puedo dar
una alegría a la moto recordando que hay velocidades superiores a los cien y le
“quito la carbonilla”.
Nicola Tesla |
Pero a medida que asciendo la montaña el viento cobra
protagonismo. Finalmente entro en el túnel y a la salida todo a virado. El
paisaje está nevado, el cielo plomizo esconde el astro rey, y los termómetros
marcan un par de grados. De nuevo reducir la velocidad y perseverar en la ruta.
Faltan unos minutos para las tres de la tarde cuando llego
al museo en Smiljan, me sigue la decepción muy de cerca, y me alcanza justo en
la taquilla. Me dicen que cierran a las tres.
Doy un mini paseo por las instalaciones, pero no intento
entrar en los edificios, ni me venden la entrada, ni hay tiempo para un vistazo
rápido de las exposiciones.
- ¡Anda, uno de Valladolid!- Dice una voz en castellano.
Me giro cuando salen de un coche de alquiler una pareja de
Donosti que está de vacaciones. Aclaro que vengo de León y charlamos un poco.
También son motoristas, y alucinan un poco. Ante el apremio de la taquillera
intercambiamos parabienes y nos despedimos.
Hago una consulta del itinerario a la encargada antes de
partir. El camino más corto hasta la costa está cerrado al tráfico por el
viento. ¡Y yo que me preocupaba por el hielo!
De nuevo en la carretera, cero grados: ni frio ni calor.Me
dirijo a Zadar buscando la costa y un clima más templado.
Por la mañana paseo por sus rincones engalanados para
recibir la navidad.
Frente a la ligera llovizna, yo venzo mi ligera pereza.
Remonto la costa camino de la península Iliria y de Pula
para ver su anfiteatro, pero la noche me pilla cerca de Rijeka, en Bakar. Otro
burgo medieval. Mi paseo por la villa se ve sumergido en las notas de una
coral. Localizo la iglesia de la que sale. Entro. Se trata del coro de la
Filarmónica de Rijeka , aprovecho la oportunidad de escuchar música croata, un
villancico y un góspel de excelente calidad.
En estos burgos medievales no hay tráfico, la gente se
saluda por las calles, y se respira mucha tranquilidad. Delicioso.
Decido que pasaré la navidad en Venecia. Hoy es veintiuno,
pero me dará tiempo. Solo haré paradas en Pula y Porec, para disfrutar
respectivamente el anfiteatro y una iglesia con unos mosaicos bizantinos
espectaculares.
Cuidarse,
Marne
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