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martes, 15 de enero de 2013

Dalmacia




Casi sin querer entro en Croacia.

La flora ha cambiado notablemente. El bosque es menos denso y entre las copas desnudas y ocres flotan cipreses como contenidos en su despegue hacia otras fronteras menos mundanas. Mas tarde aprenderé que, en la República de Ragusa, la tradición familiar era plantar cipreses para que las siguientes generaciones dispusieran de esta madera para construir barcos. Gracias a esto, en el siglo XV, se consolidó como gran potencia marítima rivalizando con Venecia.

Unas decenas de kilómetros pasada la frontera llego a las murallas de la ciudad de Ragusa. También la podría llamar Dubrovnik, pero entro en una ciudad medieval que evoca aquellos tiempos; fosos, murallas, torreones, y puertas fortificadas, todo
sigue ahí de casualidad desafiando terremotos, incendios, asedios, y bombardeos… algunos no muy lejanos en el tiempo.

A las puertas de la ciudad fortificada unos paneles te indican los impactos de morteros y bombas durante el último asedio bélico, y si observas con atención se ven las heridas restañadas, siete de cada diez casas sufrieron daños graves o fueron destruidas.
Hoy la Perla del Adriático no se libra y sigue sufriendo asedios cada verano. Para mi es una suerte que en invierno esté más tranquilo, me permite ir y venir con el anonimato que te da ser un turista en una ciudad turística, pero con la libertad de ser un ciudadano en la ciudad.

Mi intención es seguir el litoral hasta Italia y disfrutar de estas carreteras, sus gentes y sus paisajes.
Se vislumbran las primeras islas y penínsulas que me flanquearán el periplo por una región hermosa donde la gente es muy amable conmigo, y yo desearía que fueran más amables entre ellos. Deseo que el viento sea capaz de alejar y dispersar ese tufillo a rencor que subyace en una tierra pasional. Evoco a Eolo y se une al viaje en los días soleados, se calma en los nublados y no me hace caso nunca; fiel a sí mismo, se mueve a su aire.

Voy de un burgo medieval a otro, pero en el camino llego a uno de los absurdos de esta tierra, entro en Bosnia durante una decena de kilómetros. Paso por Neum, donde está el único puerto Mediterráneo de ese país. El paso es simbólico, apenas enseñar el pasaporte, es más, no necesito ni quitarme el casco.

Muy poco después llego al delta del Neretva. Remonto el curso del río hasta Metkovic, dos ciudades en una separadas por el agua y la incomprensión. A un lado cristianos; al otro musulmanes; en los dos: prejuicios. Ahora en Croacia. Pasando el puesto fronterizo me dirijo a Mostar donde se repite el esquema, pero entonces en Bosnia-Herzegovina.

El Puente Viejo de Mostar ahora es nuevo. Las leyendas que lo acompañan son antiguas, los recelos jóvenes.

El Stari Most fue una maravilla arquitectónica en su tiempo, la elegancia de su único arco que salva unos treinta metros, tanto en altura como en longitud, tenía un secreto escondido, el puente de piedra tenía una trama hueca que le confería unas cualidades únicas en resistencia y efectividad. Demostró su valía durante cinco siglos frente a aluviones y terremotos. Después de su reconstrucción, en el 2004, ha sido un acicate para la unidad y la armonía, esperemos que no sea como su secreto, una esperanza hueca.

Otra de las herencias de la guerra en los Balcanes son los campos de minas. No todos están desmantelados, y recomiendan-ruegan- prohíben que te adentres en zonas apartadas o aisladas, y que no abandones los caminos. Esta circunstancia me hace pensarme mucho lo de la acampada, que está estrictamente vetada. Por supuesto no correré el riesgo. Pese a que la mitad o más de los alojamientos están cerrados, abundan las casas de huéspedes y las habitaciones de alquiler a precios moderados tras un regateo. De nuevo estar fuera de temporada juega a mi favor. Pero en mi fuero interno crece el resquemor de que se aprovechan de la circunstancia para favorecer la ocupación hostelera. Quizás con un tiempo más benigno me arriesgaría, pero las condiciones varían muy deprisa, lo mismo llueve que sale un rato el sol, o el aire combativo reclama su protagonismo. Si a todo esto sumamos un poco de pereza, la cartera se oxigena más a menudo.

La carretera de la costa es idílica. Habitualmente seguir una carretera litoral termina siendo monótono por la uniformidad del paisaje, apenas con alguna ligera evolución o contraste. Pero aquí todo es cambiante, penínsulas e islas van mudando el horizonte, las nubes y los claros te hacen cambiar de estación aunque nunca llegue el verano. En ocasiones los Alpes Dináricos se acercan tanto al mar que apenas dejan un corredor para la carretera, o bien se alejan lo suficiente para dejar alguna explanada cuajada de colinas. Y en cada cambio, la vegetación acompasa con arbolados, arbustos, o apenas roca desnuda con manchas verdes y ocres.

Giran las ruedas camino de Split, pero antes hago noche en la zona de Makarska dónde el viento es dueño y señor. En un pequeño hotel-residencia familiar charlo mucho con el chico, que junto con su tío y su abuela llevan el negocio. Creo que soy el único huésped, pero por el bar desfila algún parroquiano.
Por la mañana el tío está más comunicativo y resulta ser un motorista. Le pregunto por la ruta a Gospic, población relevante vecina a la casa natal de Nícola Tesla. Me comenta que el puerto que parte de Karlobag estará cerrado o impracticable para una moto que no monte clavos en los neumáticos. Si quiero ir hasta allí mejo que lo haga por la autopista, pero que tenga cuidado y no me confíe, que cruzada la cordillera el tiempo es frio y húmedo.


Agradezco los consejos y me dirijo al Palacio de Diocleciano en Split. El edificio a mutado con los años y acoge otra ciudadela medieval, pero esta fue creciendo en el interior del palacio y se mantienen muchos elementos originales, otros reciclados, y muchos reaprovechados.

Unos kilómetros más tarde paseo por Trogir. Por supuesto es otra ciudad medieval, y coincido con el recreo vespertino de los chavales en el colegio. Súbitamente las callejuelas se llenan de cardúmenes de chicos y chicas corriendo por las calles. Gritos y risas se suceden junto al ruido de los pasos que resuenan y rebotan contra las paredes de angostos pasajes. Muchos recalan en una pizzería que la vende en porciones. Deambulan libres por la ciudadela, y ante la falta de otros habitantes visibles se convierten en dueños y señores de la plaza fortificada y del puerto vecino a la escuela.

Buscando donde dormir, termino en una casa con habitaciones y apartamentos para alquilar (aquí lo llaman Sobe). Preguntando por una cama, me enseñan un apartamento. El sitio está bien, pero excede mis anhelos, y en consecuencia mis expectativas económicas. Pero la nieta de los dueños, una chica en la treintena, se identifica con mi situación e intercede ante la familia para dejar el precio en algo simbólico.
Tras la muralla: Tesla
Está de visita por las inminentes fiestas navideñas. Trabaja en un hotel coordinando y gestionando congresos y reuniones. Antes era militar y estuvo destinada en Afganistán, de donde trajo muy buenos recuerdos de la gente del país. Nada que ver con lo “venden” en la televisión.

Desayunamos y charlamos largo y tendido. Hoy quiero ver la casa natal de Nicola Tesla. Será un día intenso. Me separan del museo casi doscientos kilómetros, y una cordillera. Mi idea, que mas tarde troco en obligación, incluye el regreso a la costa deshaciendo parte del camino.
La mitad del trayecto discurre por carretera, pero la segunda mitad la hago por autopista siguiendo los sabios consejos de los autóctonos. Antes de cruzar la cordillera, gracias a  un túnel de cerca de una legua, la temperatura ronda los ocho grados y luce el sol entre algunas nubes. Puedo dar una alegría a la moto recordando que hay velocidades superiores a los cien y le “quito la carbonilla”.

Nicola Tesla
Pero a medida que asciendo la montaña el viento cobra protagonismo. Finalmente entro en el túnel y a la salida todo a virado. El paisaje está nevado, el cielo plomizo esconde el astro rey, y los termómetros marcan un par de grados. De nuevo reducir la velocidad y perseverar en la ruta.
Faltan unos minutos para las tres de la tarde cuando llego al museo en Smiljan, me sigue la decepción muy de cerca, y me alcanza justo en la taquilla. Me dicen que cierran a las tres.
Doy un mini paseo por las instalaciones, pero no intento entrar en los edificios, ni me venden la entrada, ni hay tiempo para un vistazo rápido de las exposiciones.

Empiezo a recogerme mientras llega un coche.
- ¡Anda, uno de Valladolid!- Dice una voz en castellano.
Me giro cuando salen de un coche de alquiler una pareja de Donosti que está de vacaciones. Aclaro que vengo de León y charlamos un poco. También son motoristas, y alucinan un poco. Ante el apremio de la taquillera intercambiamos parabienes y nos despedimos.
Hago una consulta del itinerario a la encargada antes de partir. El camino más corto hasta la costa está cerrado al tráfico por el viento. ¡Y yo que me preocupaba por el hielo!
De nuevo en la carretera, cero grados: ni frio ni calor.Me dirijo a Zadar buscando la costa y un clima más templado.
Por la mañana paseo por sus rincones engalanados para recibir la navidad.
Frente a la ligera llovizna, yo venzo mi ligera pereza.
Remonto la costa camino de la península Iliria y de Pula para ver su anfiteatro, pero la noche me pilla cerca de Rijeka, en Bakar. Otro burgo medieval. Mi paseo por la villa se ve sumergido en las notas de una coral. Localizo la iglesia de la que sale. Entro. Se trata del coro de la Filarmónica de Rijeka , aprovecho la oportunidad de escuchar música croata, un villancico y un góspel de excelente calidad.
En estos burgos medievales no hay tráfico, la gente se saluda por las calles, y se respira mucha tranquilidad. Delicioso.

Decido que pasaré la navidad en Venecia. Hoy es veintiuno, pero me dará tiempo. Solo haré paradas en Pula y Porec, para disfrutar respectivamente el anfiteatro y una iglesia con unos mosaicos bizantinos espectaculares.

Cuidarse,

Marne










jueves, 3 de enero de 2013

Montenegro




Llueve, las luces de la aduana se reflejan en los charcos convulsos creando ríos dorados. Un edificio pequeño construido con fondos europeos, y compartido por los dos países, separa los euros de los lekes.
Me hacen pasar por la acera con la moto, cosa que agradezco porque así estoy a cubierto y no tengo que esperar la cola.
Llevo los documentos de la moto y el pasaporte en el bolsillo interior de la cazadora, metidos en una bolsa para evitar que se estropeen si me mojara mucho.
Como cada vez que paso una frontera me quito el casco para que puedan compararme con la foto del pasaporte, y me desarropo cuando saco los documentos. Antes de ponerme en ruta me toca abrigarme otra vez, pero ahora me tomo mi tiempo.
Llevo varias horas bajo la lluvia, aunque no he cantado mucho, y aprovecho el techado para relajarme un poco. Dejo pasar el rato confiando en que afloje algo, en el poco tiempo que hemos necesitado para cumplimentar los trámites a arreciado y no me llama mucho ahondar en el monte negro a estas horas de la noche.

La lluvia empatiza conmigo y se tranquiliza, pero no para. Llegó el momento de continuar, me dirijo a la costa con la esperanza de que el clima sea más suave.
Me adentro por una carretera que se ha estrechado después de la barrera. Me muevo entre taludes tomados por la vegetación. Hay un olor espeso, dulce y penetrante a caramelo de humus y setas. La fragancia es primigenia y se ha marinado lentamente. Nuestra imaginación olfativa es escasa y languidece, y dudo que lleguemos a imaginaros una palabra para describirla. Pero alguna parte de mi cerebro la reconoce y la disfrutamos juntos. Ya es noche cerrada, pero el olor es capaz de evocar sentimientos luminosos.


Llego al Ulcinj, la población no parece muy grande de momento, pero se respiran los últimos aires libres antes de que sea tomada por el turismo y termine perdiendo su carácter.

No sé si esta zona se puede considerar como parte de la Costa Dálmata, pero en todo caso para mi comienza aquí un largo paseo marítimo hacia el norte.
El país no es muy grande, y la siguiente parada será Kotor y su bahía. Mi agradecimiento a Julio (El apóstata) por las recomendaciones de los Balcanes, ahora comprendo su fascinación por estas tierras y sus gentes.

Una apuesta. No puedo concebir otra explicación mejor.
Un par de dioses menores escandinavos aburridos en uno de sus largos inviernos. Bebiendo calvados en cuencos de madera y con guirnaldas de plata labrada, la mente se calienta no solo por el hogar alimentado de coníferas que despiden aromas resinosos mientras se consumen. Las fanfarronadas alrededor de una mesa apenas devastada y solo pulida por los codos de los comensales y las escudillas que van y vienen. Y finalmente el desafío: trasladar un fiordo hasta el Mediterráneo. ¿Cómo lo hicieron? No lo sé, pero aquí está. O lo hicieron juntos, o uno ganó en detrimento del otro. Tampoco lo sé. Pero algo sí sé: es hermoso.

Hoy no llueve, está cubierto y hay una calima que me acompaña durante el viaje. Me encanta toda esta costa. Lamento no tener el valor y las ganas necesarias para internarme en el resto del país. Promete bosques dignos de la tierra media, orografía escabrosa pero no mal intencionada, y adivino la gente conformada en esta tierra como seres francos y decididos. Varios me harán señas de buena ruta cuando nos crucemos a modo de bienvenida e invitación a profundizar en su esencia. Pero hoy soy cobarde.

Desde el sur se llega por un túnel relativamente nuevo, pero yo me desvié por la carretera vieja, que salva un pequeño puerto de montaña. En la collada puedo ver la nieve en las cimas y me basta girar la cabeza para ver el fiordo difuminado entre la niebla.

La ciudad vieja está en una pequeña explanada rodeada por murallas de vértigo. Pero no por ser muy altos los muros, si no porque van desde el nivel del mar hasta  más de los doscientos metros en las fortificaciones superiores. Ciudadela medieval con algunas iglesias y la catedral comenzada en el 908. Esto en verano debe ser un hervidero de gente, pero ahora muchos bares, restaurantes, tiendas, hoteles… están cerrados. Calles estrechas y sin tráfico invitan a perderse tanto en el espacio como en el tiempo.

Recorrer la bahía es una delicia. Pinturas rupestres en cuevas, pequeños islotes con monasterios o iglesias, asentamientos en la orilla con apenas unas casas, zonas donde la montaña cae empicada hacia el mar, y lo que parece uno de los ríos más pequeños del mundo, en cualquier caso brota de una oquedad en la montaña para caer con estruendo en forma de cascada directamente en el mar.

Cuidarse,

Marne